Protocolo singular… o todo está bien en el mundo de los trujamanes

Capítulo Único que trata de la condición y el ejercicio de ciertos famosísimos traficantes de palabras, de lo que más les avino y en el que se cuenta la graciosa manera en que se tuvo a bien organizar una donosa y grande / espantable y jamás imaginada / conferencia, para proseguir la narración de la inadvertida desgracia hasta el fin y la conclusión de esta batalla entre palabras.

En un lugar que por ahora no hace falta precisar y que por demás espero olvidar muy pronto, hace no demasiado tiempo tocó traficar con palabras en una conferencia internacional. Tenía doce semanas siendo preparada, hasta donde sabíamos, y bajaban y subían comunicaciones desde los más altos pisos de La Empresa —ubicada en otro planeta— hasta los más acendrados y técnicos especímenes in situ: con llamadas diarias y diversos tratos ramificados, misivas electrónicas y PINs y PINGs. No se sabía, empero, hasta entrar en el mismísimo salón de los acontecimientos —de esos que dice arriba en letras doradas “EVENTO” ¡oh, Hades, bienvenido!— cuáles serían definitivamente los idiomas de trabajo, menudo detalle. Se había hablado de arameo antiguo y guaraní; tras insistente pregunta de los traficantes de palabras se convino oportunamente (quiere decir, minutos antes del inicio de La Conferencia y no después) en los idiomas inglés y español, sin atender por cierto las sugerencias hechas al respecto. Porque se había filtrado que los conferencistas no hablaban inglés, no tanto, y los traficantes recomendaron que se ampararan en sus respectivas lenguas madre que también servían para traficar en varios dialectos. La Conferencia se había preparado durante doce semanas ¡o más! y con todos los hierros, ya decimos — llamadas y misivas diarias y cambios de señas (pastelitos de chocolate sí, de jamón no, para el receso, y demás detalles relevantes para la ocasión); sin embargo, no se disponía de las palabras con las que definitivamente se iba a traficar, dilo ahí: las ponencias, los datos técnicos, el programa para el desarrollo del evento. Sí, porque se trataba de un encuentro altamente especializado y con variedad de intervenciones.

Al llegar al sitio el día preciso, entré y sustraje en passant con una agilidad no sospechada de la mesa de recepción, una carpeta del montón, con varios CD con millones de kilobytes de informa-ción para los participantes. El tema sería la luz, pudimos entonces constatar al amparo de la elegante oscuridad con la que se había revestido el asunto. Luz no en sentido espiritual, como luego supimos con certeza, sino las formas y los grados de iluminación y alumbrado que se pueden alcanzar técnica y tecno-lógicamente hablando, al menos de los espacios en los que los seres humanos, sobre todo los traficantes de palabras, solemos transitar: bares, autopistas, quirófanos y teatros, por ejemplo.

Al ingresar escalera caracol de mármol mediante en el salón de lujo sin límites del centro de convenciones alojado en este conocido hotel de la capital, nos hallamos de pronto incrustados en un sótano que, si bien estaba revestido de alfombras abundantes y ornado con un gusto avenido a la ocasión, no disimulaba una de sus condiciones especiales: el piso vibraba y se expandía con regularidad y como indetenible un tremolante sonido a terremoto soterrado. La sala de máquina, mínimo, supuse de inmediato, pero qué práctico, debajo de nosotros, aunado ciertamente a algunos cándidos trabajos de mantenimiento. Mi instinto de supervivencia no logró divisar ninguna salida de emergencia del sitio quién dijo Hades… Pero la cabina para la interpretación simultánea dispuesta para nosotros los trujamanes sí estaba allí, claramente distinguible, puntualmente instalada justo en el punto álgido de máxima vibración. Los técnicos nos indicaron con parsimonia que de allí no se podría mover el tinglado armado con minucia, ni quitar nada del tirro de mi color favorito. La cabina no disponía de siquiera un hueco en el techo para la ventilación; según nos consoló inmediatamente el sonidista, no nos resfriáramos con el A/C. Dentro castañeaba la cónsola por efecto anónimo de la vibración, con arritmia, sobre la tabla crepitante que hace las veces de mesa de trabajo. Demás características especiales tampoco pudieron ser subsanadas durante toda la jornada —nos iríamos por las ramas si detallásemos las razones irrebatibles expuestas por los responsables—, y es que ya arrancaba la primera intervención. Pruebas de sonido en esos casos no son necesarias: la primera segunda tercera ponencia hacen sus exhaustivas veces. Fue entonces cuando logramos comprobar al rompe, que sólo funcionaba un lado de la cónsola, con la ventaja de que pudimos ejercitarnos en una graciosa coreografía de cables (¿enredaderas?) e intercambios de audífonos, plug in, plug out, dame acá, suelta allá, de turno en turno. Por otra parte, resultó incontrolable el volumen del sonido de entrada, y no entendimos qué tenía esta circunstancia que ver con el hecho de que la gestión del sonido era compartida entre los ingenieros del hotel y los sonidistas de la empresa proveedora, según nos trataron de convencer contra toda lógica elemental; de todos modos se trataba y lo sabemos, de dos entidades perfectamente incompatibles por ser iguales.

Tras estos primeros shocks de arranque de La Conferencia, de gran valor terapéutico, nos colocamos en modo de voz, sin desaire y con aliento, como quien acomete una incipiente batalla victoriosa. Al levantar la mirada para ir sintonizando con lo que afuera de la cabina visualmente sucedía y así entender mejor, digamos, extendiendo nuestro horizonte, tuvimos el particular privilegio de otear por ventanillas signadas por inimitables huellas digitales, distri-buidas por los instaladores con cierto fervor sobre las superficies interna y externa, al punto que los modernísimos acrílicos lucían irregularmente opacos, lo que causaba un efecto sorprendente de resquebrajamiento de la poca luz que cundía en la sala. En fin, la cónsola y mi estómago ya vibraban al unísono, al tiempo que avanzaba la primera bienvenida en el podio y por micrófono, aunque escuchábamos desde la sala, mas no en la cabina, y ya vislumbraba yo un punto álgido de náusea acercarse, porque el piso ondulaba bajo nuestros pies al igual que bajo nuestros ojos el único documento impreso de apoyo que habíamos birlado a la organización: el programa del día. Los repentinos golpes de sonido al oído, intercalados, seducían a ponerme el audífono coreográfico que no correspondía, el del lado muerto de la cónsola parapléjica, para consentir un poco mis martillos y yunques y estribos, ni hablar de los tímpanos.

Mientras desentrañaba palabra de palabra, aún nos enterábamos de que faltaban participantes de todas partes. Cenizas de volcán, puentes caídos y cuervos atravesados habrían impedido su puntual llegada. Entonces hicimos señas gestuales en busca de ayuda. A lo que los indicados nos hicieron contraseñas (¡cómo sabían a qué tipo de auxilio nos referíamos!) desde el fondo del salón, y que supimos interpretar así: “…que las ventanas de la cabina venían así….” (no, no vienen así, mi hermano), “…ah, entonces: que ´eso´ se podía quitar, de todos modos…”. ¿Pero quién, hélas, lo haría? Al menos ya combatíamos la vibración con un improvisado ejercicio estoico-extremo de zen-yoga, con algún éxito. Es verdad que ese día, comento al margen, no se fue la luz, calamidad que nos habría aliviado paradójicamente y librado de lo que allí no paraba de acontecer. A esa hora las luminarias habían emitido con ingenio al menos 5.000 palabras entremezcladas, incluidos muletillas, siglas, números, fractales conceptuales y nombres propios impronunciables, lo que corresponde a unos 80 eternos minutos de escindido parlamento.

Para todos estos finos ahilamientos —porque efectivamente, a cierta hora estaban en selecto sitio determinadas personas procedentes de varios lugares remotos para hablar como presumimos, del mismo asunto aunque en varios dialectos—, para todos estos finos ahilamientos, pues, La Empresa anfitriona de La Conferencia desde sus pisos de arriba había comisionado a su filial local con la disposición de los detalles del congreso, por lo que ésta ni corta ni perezosa subcontrató de antemano una compañía absolutamente especializada en eso de la organización que, en realidad firma de publicidad, contactó al departamento de eventos del hotel indicado (de lujo sin límites). Este departamento experto en eventos subcontrató ipso facto una compañía proveedora de sonido con lo que les pareció quedaba claro que de ella irían pegados como tornillos del inventario, los traficantes de palabras como en efecto sucedió, y que así todo estaba bien solucionado. Trazada la ruta crítica y avanzados sobre ella ya nadie sabía de qué iba esto, cuál era el asunto y el propósito que trataría La Conferencia, ni para qué: ya estábamos, a estas alturas, todos juntos en la sala vibracional.

Una turba de palabras nos venía de alcanzar como una ola a media mañana, indetenible y susurrada, carraspeada o chirriada al micrófono, dependiendo, y ya yo estaba respirando halofosfato y bombillo y solid state led y cool light y low intensity y candela y beaming gleaming, cuando se iban alternando en escena conferencistas distinguibles sólo por su acento aborigen con el que desfiguraban el inglés hasta que adquiría rasgos en ocasiones irreconocibles. Precisamente para que los traficantes de palabras no podamos huir ni a la derecha ni por la izquierda, así pensé ¡por todas las alamedas del viento!, no se abre ni cierra la puerta de la cabina (quiere decir, se empuja a duras penas y atasca sobre la gruesa y rugosa alfombra) sin correr peligro de desquiciar y terminar de desbaratar el endeble tarantín que nos acoge o apresa, según se vea, y así lo podrán corroborar otros lenguas, trujamanes, apoyos lingüísticos y arúspices de la índole, tanto más cuando había que hacer cierto esfuerzo en aquella sala para sostener a contrapeso la estructura que, si la soltabas, te venía encima, visto que se habían instalado en la última fila de la audiencia unas señoritas que se recostaban cómoda-mente contra ésta, por demás cubriendo con sus gráciles espaldas y pelucas la visibilidad hacia las diversas pantallas al frente, en las que danzaban curiosas siglas de mínimo tamaño que, como creemos con fundamento, descifraban el nuevo universo de la iluminación. Estas asistentes de vez en cuando se giraban y desde afuera nos lanzaban miradas dentro de nuestro acuario como si fuéramos peces nada mudos, con cierto reproche: interrumpíamos con nuestro palabrerío su charla privada y arreglada de uñas, no llevaban auriculares puestos (pero sí tacones puntiagudos, imagino que instrumentos de autodefensa cuando sus minifaldas surtieran efecto) y es que se trataba del servicio VIP de La Conferencia. En la fila delante de ellas se ubicaban unos caballeros, que sí llevaban los audífonos puestos. Por estos lares estos cómodos aparatos se suelen llamar “traductores”. “¡Déme un traductor!” “¡Déme otro traductor!” “No funciona el traductor…” “Dónde se prende, se apaga…” suele resonar a lo largo de la fila de participantes a la entrada de La Conferencia. A partir del receso del consabido café y pastelito, dispuesto para el bienestar corporal de los asistentes y cuyo presupuesto suele superar con creces el honorario de los traficantes de palabras por razones evidentes para todos menos para los mismos traficantes, estos señores encorbatados comenzaron a voltearse también y a cada rato, como si el ventanal de la cabina, entretanto casi limpio por obra de magia, y lo que había detrás de los cristales, fuera más interesante que lo que en el podio sucedía, o algo peor. ¡Caracoles! Alguien al micrófono acababa de decir por entre la horda de términos que sónicos nos acosaban, “szööti lumen watts”, recórcholis, szööti, y yo qué traduje. ¿Por qué todo el mundo se voltea? Eternidades más tarde supimos que antiguos guardaespaldas de un expresidente del país nos reconocieron ¡por las voces! Ahora bien, todo el mundo sabe que nuestras voces son únicas. Hace décadas habíamos dado un tratamiento lingüístico a aquellos discursos presidenciales y éstos habían estado allí y ahora estaban aquí con una sincronicidad tan impecable como inútil, pero simpática. No, no tenía que ver con fallas en el tráfico de palabras la giradera sobre las sillas, aunque lo de szööti había generado un leve temblor, como una fisura en el entendimiento metafísico, me atrevo a decir que en todos los oyentes propiamente dichos. Pero algo en las leves ondas de expansión que exhalaba aquella proto–palabra me permitió intuir por caminos inescrutables que se trataba del número 30, thirty, y de un aborigen alemán, lo que explicaba su sorprendente pronunciación.

Entretanto la leve náusea… Por la incesante vibra se habían rebasado los vasos de agua, caído los zarcillos y el maquillaje rodado, tensado a reventar las trompas de Eustaquio. En eso, comenzó a hablar alguien más. ¿De dónde saldría, cómo se montó en el escenario? No aparecía en el programa. Nunca se supo en qué idioma se encontraba en realidad. Para estos casos, el poeta Kunze dice: “…ahora busques para este idioma tierra firme…” y eso es lo que precisamente hacía, aunque prefiero esta acción para salvar un poema en la intimidad de silente lectura. La audiencia aún no se hallaba, los traficantes de palabras tampoco. Era la última conferencia del día… Ya nos habíamos adentrado en la sintaxis del alumbrado, en la gramática oculta de la iluminación, lo que es tanto como saber nada ante la situación que se planteaba: mi colega traficante se precipitó fuera de la cabina con un instinto envidiable, cuando quedé sola e íngrima. A la luz de lo sucedido mi cuerpo astral se había encogido a su mínima, los cornetes nasales en cambio expandido a su máxima expresión por reacción a la pega que aglutina la madera prensada de la cabina y al olor de las alfombras hoteleras; las cavidades óticas, eso sí, exacerbadas —yo era toda oído—, y mi sentido de la interpretación de todos estos sonidos, incluyendo los inaudibles, ya era delirante.

Como quiera, aquel día nos graduamos
(ya era de noche)  de intérpretes de conferencia,
una vez más, en la hiperbólica batalla entre palabras.

Incrédula me encontraba pues, frente al N.N. que ahora comenzaba a balancear la cabeza en semicírculos como en forma de un ocho horizontal, ya saben, este signo del infinito, como en un hipnotizador baile de serpiente, o a la manera de ciertos amigos del Lejano Oriente: es curioso, no sabes si dicen sí o si no, ni en qué dirección se desarrollará su discurso. Cada vez que los asistentes formulaban una pregunta técnica, danzaba la cabeza en otra dirección… a más tardar en este punto empiezas a perder la noción de las cosas, el epicentro, el equilibrio elemental, en fin. No sabemos cómo, pero llevamos también esta iluminada conferencia oriental a buen término. Bajo los aplausos radiantes e incomprensibles del público me nacía, de nuevo, la hereje pregunta: ¿necesitamos los trujamanes un discurso ‘original’ para la (re)producción? Este importante tema será objeto de otro tratado singular. Más pronto que tarde lanzaremos un teorema, una poética fractal de la interpretación. Como quiera, aquel día nos graduamos (ya era de noche) de intérpretes de conferencia, una vez más, en la hiperbólica batalla entre palabras.

Todo día también tiene un fin y el final llegó incluso en este caso, aunque mucho más tarde que el fin del día porque ya era la profunda noche. Esta traficante de palabras se encontraba en un estado inadjetivable, pero sostenía su ticket del estacionamiento que el servicio VIP había entregado amablemente sellado eximiéndonos del pago. Cual talismán, cual salvoconducto lo machucaba en la mano desde hace horas. A nuestra salida pululaban los comentarios de los insiders por los corredores, como un cuento de nunca acabar: —Conferencia tan fluida, pero qué día grato. —Perfecta organización, lo único que hubiese preferido pastelitos de jamón que no de chocolate. —Dígame los intérpretes. ¡Qué bárbaros! Deben ser mínimo diseñadores de iluminación, ¡o iluministas! La maravilla…

Como tantas veces la brecha entre lo vivido de un lado y del otro se abría al punto de hacer del mismo evento, dos bastante distintos… llegando a mi auto que me esperaba paciente en el estacionamiento de lujo sin límites ubicado debajo de la sala de máquinas que aún retumbaba, alcancé a pensar en los cuentos de Milan Kundera, un experto en describir los desencuentros de resultado incalculable entre cercanos que comparten un íntimo episodio que los marca como si hubieran estado en dos planetas distintos.

Estimado y desprevenido lector: es rigurosamente cierto lo señalado en este singular protocolo. Todo está bien en el mundo de los trujamanes. Quién nos manda…

Claudia Sierich.- Intérprete de conferencia, traductora literaria y poeta. Miembro de AIIC desde 1999 y presidente de AVINC 2009/2010. Creadora y coordinadora del festival ©Traficantes de Palabras. traficantesdepalabras@gmail.com

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