Esloveno, húngaro, vietamita y esperanto son algunos de los más de 40 idiomas a los que se ha traducido la obra literaria de Gabriel García Márquez. Al conmemorarse un año de su muerte, recordamos la historia de aciertos y disparates cometidos al convertir la lengua ‘macondiana’ en universal.
Fuente: Elpais.com
Cuando a finales de 1968 Gabriel García Márquez decidió —en vista del éxito enorme que estaba teniendo la versión original de ‘Cien años de soledad’— que había llegado el momento de traducir la novela al inglés, pidió consejo a su amigo Julio Cortázar, quien había viajado mucho más que él, hablaba varios idiomas e incluso empezaba a hacer sus primeras traducciones literarias del francés y el inglés al castellano.
“¡Rabassa!”, le contestó el autor argentino sin dudarlo. “Es el único que puede hacer una traducción de la novela como se merece”.
Cortázar tenía razones de peso para saberlo. Gregory Rabassa, un profesor universitario y un lector inveterado, nacido en Yonkers, de padre cubano y madre neoyorquina, había hecho una traducción al inglés tan soberbia de la descomunal y cifrada ‘Rayuela’, que fue considerada superior a la traducción al francés—a pesar de que estaba escrita en un castellano con numerosas estructuras gramaticales francesas— y el año de su aparición ganó en Estados Unidos el Premio Nacional del Libro en la categoría de Traducción.
Gabo le hizo caso a su amigo, pero para su desaliento se encontró con una cordial negativa de Rabassa: no tenía el tiempo; estaba traduciendo nada menos que la ‘Trilogía de la república de la banana’, del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
“Espéralo lo que haga falta”, le aconsejó de nuevo Cortázar a García Márquez cuando este le contó de su fallido intento con Rabassa. “Pero espéralo”.
Fue así como comenzó su andadura una de las traducciones más célebres de toda la historia de la literatura latinoamericana. Y es que además de su encomiable lealtad al texto original, que no fidelidad exacta, y de su gran valor literario y artístico (hasta el punto de que el propio Gabo afirmó en persas oportunidades que prefería esta versión a su original), esta traducción al inglés de ‘Cien años de soledad’ fue tan bien recibida por la crítica especializada, empezando por las reseñas elogiosas de The New York Times y de la revista The New Yorker, y más adelante por los lectores anglosajones, que ello supondría una formidable plataforma de difusión para la novela y ayudaría a proclamar a los cuatro vientos y hasta los últimos rincones del orbe que había nacido una obra maestra de la literatura universal.
El propio Rabassa tenía claro que aquella traducción sería un enorme reto y toda una aventura. Para empezar, aunque por regla general no leía una novela antes de traducirla con el fin de permitir que la emoción del descubrimiento inspirara su labor, con ‘Cien años de soledad’ hizo una excepción.
“Ya había leído el libro”, cuenta Rabassa, “y me di cuenta de que si me hubiera atenido a mis métodos usuales de trabajo, el resultado habría sido un poco diferente. No sé si mejor o peor. Me pregunto si la traducción saldría beneficiada si la hiciera hoy, después de haber trajinado tanto con la novela en mis cursos y de haber leído lo que otros dijeron. Lo que trato de decir, por supuesto, es que cada vez que leemos un libro este se transforma”.
Pero aún cuando la traducción de Rabassa fue excepcional, no todas las traducciones de las otras novelas del Nobel colombiano han corrido con la misma suerte. Son célebres varias de las equivocaciones cometidas al pasar del castellano a la lengua de Shakespeare expresiones coloquiales, modismos o palabras que probablemente solo existen en tierras del realismo mágico.
El gabólogo Conrado Zuluaga, quien ha navegado durante décadas por decenas de páginas del premio Nobel, se convirtió además en un cazador de gazapos macondianos. En la investigación realizada conjuntamente con Margert S. de Oliveira, descubrió disparates como estos: En ‘El otoño del patriarca’ el traductor convirtió la burundanga en una fruta, cuando en realidad es un alcaloide; un zambapalo –es decir una riña o una gresca- en una danza; y la marimonda –un tipo jocoso, mamador de gallo- oigan esto, en un homosexual. Esto en su versión en inglés.
Peores ‘embarradas’ se encuentran en las versiones alemana y francesa de la misma novela. Allí, el traductor tuvo la ligereza de convertir un ‘macaco’ (un mico, claro) en una ‘papagayo’; y de referirse a la ‘pava’, es decir a la mala suerte, como la hembra del pavo. Y la lista sigue.
Volviendo a ‘Cien años de soledad’, aunque la novela ya había sido traducida al francés y al italiano en 1968, a partir de la aparición de ‘One Hundred Years of Solitude’ en 1970 y su consiguiente resonancia internacional, muy pronto se empezaron a multiplicar sus traducciones a los idiomas considerados más importantes literariamente. Fue así como entre 1970 y 1973 aparecieron versiones en alemán, checo, danés, esloveno, húngaro, sueco, noruego, serbocroata, danés, portugués y japonés, entre otras.
Pasados unos años aparecerían también versiones al vietnamita, el bengalí, el ucranio, al javanés y un largo etcétera, hasta completar 38 traducciones a otros tantos idiomas. En 1992 llegaría al esperanto de la mano del periodista y filólogo español Fernando de Diego bajo el título ‘Cent jaroj da soleco’.
Y supuestamente, como una especie de vuelta al origen, se está realizando una traducción al idioma wayuunaiki, coordinada por el gestor cultural y compositor de música vallenata Félix Carrillo… Supuestamente, porque después de un lanzamiento con mucho bombo, gaita y acordeón en el que se anunció que se había conseguido que el propio García Márquez escribiera el prólogo y que a mediados de 2011 estaría lista la traducción, a cargo de un grupo de hablantes nativos integrantes de la comunidad wayú tanto colombianos como venezolanos, cuatro años después, el proyecto está suspendido, Carrillo no volvió a hablar de los recursos para pagar a los traductores, y aumentan las dudas de que el prólogo verdaderamente haya sido escrito por el Nobel.
Igualmente complicadas han resultado las traducciones al chino y al ruso, aunque por razones muy diferentes. En el primer caso, después de una decena de ediciones pirateadas, que infringían todos los derechos de autor, finalmente en mayo de 2011, y tras arduas negociaciones con Carmen Balcells, la agente de García Márquez, se publicó una nueva traducción al chino de ‘Cien años de soledad’, con una primera impresión de 300.000 ejemplares. Como dato curioso, su traductor Fan Ye —quien se convertiría en una celebridad en su país— tardó exactamente un año en traducir el libro, y al publicarse su extensión fue de 360 páginas, un número mágico entre ciertas culturas ancestrales chinas.
En el caso de la versión rusa, la traducción de Valeri Stolbov fue sometida a la censura del régimen soviético y varios episodios supuestamente eróticos fueron omitidos. Cuando en 1979, un periodista confrontó al traductor a propósito de las partes censuradas, este se defendió diciendo: “Sí, es cierto, no podemos dejar de lado en la obra de García Márquez el elemento erótico, algo profundamente humano. Pero quiero dejar en claro que no tuvimos un espíritu de censurar; si así hubiera sido, no habríamos publicado el libro, para empezar. Uno debe tener en consideración que la novela tuvo el tiraje más grande que se haya visto en la historia. En el solo mundo socialista tres millones y medio de copias representa algo del todo inconcebible’”.
García Márquez y sus traductores
La relación del Nobel colombiano con sus traductores siempre fue de enorme respeto y de escasa cercanía personal o epistolar. Según le contó al periodista Darío Arizmendi durante una muy extensa entrevista radial realizada a lo largo de dos días, el 30 y 31 de mayo de 1991, en un principio, cuando empezó a ser traducido a otros idiomas, estaba siempre muy pendiente a las traducciones que aparecían, revisaba las de los idiomas que le resultaban accesibles, como el francés, el italiano y el inglés, estaba atento a las preguntas de los traductores y hasta les sugería matices. Luego con el tiempo y la multiplicación de las traducciones, empezó a perder ese interés y dejaba simplemente que “los libros anden de su cuenta”. Eso sí, siempre siguió respondiendo sus dudas principales, una actividad de la cual sacó una conclusión muy particular:
“Prácticamente todos los traductores de los idiomas digamos occidentales siempre me mandan, inmediatamente que leen el libro, una lista de dudas que les aclaro. Y lo curioso es que generalmente esa lista de dudas siempre es la misma en los distintos idiomas. Las 17 primeras son siempre las mismas. Algunas no son dudas del significado de la palabra sino el matiz con que la he usado, porque son palabras que tienen distintas acepciones o que le he dado un uso metafórico”.
Con los idiomas de los cuales no tenía la más mínima noción, García Márquez no tenía más remedio que confiar en sus traductores y esperar que las versiones que llegaban a manos de un vietnamita, un bengalí o un ucraniano fuesen lo más fieles posibles al original, o al menos que las pérdidas no fueran excesivas. “¿Cómo sé yo cómo serán mis libros en árabe o en chino?”, comentaba en aquella misma entrevista. “Sobre todo que los chinos, según tengo entendido, no traducen línea por línea, es decir, no se hacen traducciones literales sino que ellos cogen el libro y lo reelaboran dentro de una estructura que es el modo de contar chino, que es completamente distinto de las estructuras de mis libros… De manera que me pregunto, ¿qué puede quedar de allí?”
Solo después de un providencial encuentro en París con un escritor japonés, García Márquez quedaría mucho más tranquilo de la posibilidad de verter acertadamente sus obras a lenguas para él completamente ignotas. Y es que aquel escritor, que había leído ‘Cien años de soledad’ en japonés, en una traducción hecha conjuntamente a partir de las versiones en inglés y francés, le habló de la novela durante dos horas largas con tal propiedad, con tanto detalle e introspección y con tanto entusiasmo, que Gabo quedó convencido de la enorme capacidad de su traductor o traductora al japonés. “Entonces ya me despreocupé de eso y me alegró mucho y estoy absolutamente seguro de que lo que mis lectores leen en los otros idiomas, es el libro que yo escribí”.
Su enorme respeto y admiración por el oficio de la traducción quedó plasmado con letras indelebles (al menos para los practicantes de ese oficio) en un artículo titulado: ‘Los pobres traductores buenos’, publicado en julio de 1982 en el diario madrileño El País. “Alguien ha dicho que traducir es la mejor manera de leer. Pienso también que es la más difícil, la más ingrata y la peor pagada”, empezaba diciendo el texto, para luego pasar a ensalzar a los grandes traductores de todos los tiempos y de todas las lenguas, cuyos aportes personales a cada obra traducida raramente son puestos de manifiesto, mientras que se tiende a magnificar los desaciertos o despistes.
Al final del artículo confesaba, además, que desde hacía mucho tiempo estaba traduciendo muy lentamente, gota a gota, los Cantos del poeta italiano Giaccomo Leopardi, pero que lo hacía a escondidas y con pleno conocimiento de que “no será ese el camino que nos lleve a la gloria ni a Leopardi ni a mí. Lo hago sólo como uno de esos pasatiempos de baños que los padres jesuitas llamaban placeres solitarios. Pero la sola tentativa me ha bastado para darme cuenta de qué difícil es, y qué abnegado, tratar de disputarles la sopa a los traductores profesionales”.
Juan Fernando Merino es escritor y traductor caleño, es autor de la novela ‘El intendente de Aldaz’. Miembro del Comité Editorial de GACETA.
Esloveno, húngaro, vietamita y esperanto son algunos de los más de 40 idiomas a los que se ha traducido la obra literaria de Gabriel García Márquez. Al conmemorarse un año de su muerte, recordamos la historia de aciertos y disparates cometidos al convertir la lengua ‘macondiana’ en universal.
Fuente: Elpais.com.
Cuando a finales de 1968 Gabriel García Márquez decidió —en vista del éxito enorme que estaba teniendo la versión original de ‘Cien años de soledad’— que había llegado el momento de traducir la novela al inglés, pidió consejo a su amigo Julio Cortázar, quien había viajado mucho más que él, hablaba varios idiomas e incluso empezaba a hacer sus primeras traducciones literarias del francés y el inglés al castellano.
“¡Rabassa!”, le contestó el autor argentino sin dudarlo. “Es el único que puede hacer una traducción de la novela como se merece”.
Cortázar tenía razones de peso para saberlo. Gregory Rabassa, un profesor universitario y un lector inveterado, nacido en Yonkers, de padre cubano y madre neoyorquina, había hecho una traducción al inglés tan soberbia de la descomunal y cifrada ‘Rayuela’, que fue considerada superior a la traducción al francés—a pesar de que estaba escrita en un castellano con numerosas estructuras gramaticales francesas— y el año de su aparición ganó en Estados Unidos el Premio Nacional del Libro en la categoría de Traducción.
Gabo le hizo caso a su amigo, pero para su desaliento se encontró con una cordial negativa de Rabassa: no tenía el tiempo; estaba traduciendo nada menos que la ‘Trilogía de la república de la banana’, del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
“Espéralo lo que haga falta”, le aconsejó de nuevo Cortázar a García Márquez cuando este le contó de su fallido intento con Rabassa. “Pero espéralo”.
Fue así como comenzó su andadura una de las traducciones más célebres de toda la historia de la literatura latinoamericana. Y es que además de su encomiable lealtad al texto original, que no fidelidad exacta, y de su gran valor literario y artístico (hasta el punto de que el propio Gabo afirmó en persas oportunidades que prefería esta versión a su original), esta traducción al inglés de ‘Cien años de soledad’ fue tan bien recibida por la crítica especializada, empezando por las reseñas elogiosas de The New York Times y de la revista The New Yorker, y más adelante por los lectores anglosajones, que ello supondría una formidable plataforma de difusión para la novela y ayudaría a proclamar a los cuatro vientos y hasta los últimos rincones del orbe que había nacido una obra maestra de la literatura universal.
El propio Rabassa tenía claro que aquella traducción sería un enorme reto y toda una aventura. Para empezar, aunque por regla general no leía una novela antes de traducirla con el fin de permitir que la emoción del descubrimiento inspirara su labor, con ‘Cien años de soledad’ hizo una excepción.
“Ya había leído el libro”, cuenta Rabassa, “y me di cuenta de que si me hubiera atenido a mis métodos usuales de trabajo, el resultado habría sido un poco diferente. No sé si mejor o peor. Me pregunto si la traducción saldría beneficiada si la hiciera hoy, después de haber trajinado tanto con la novela en mis cursos y de haber leído lo que otros dijeron. Lo que trato de decir, por supuesto, es que cada vez que leemos un libro este se transforma”.
Pero aún cuando la traducción de Rabassa fue excepcional, no todas las traducciones de las otras novelas del Nobel colombiano han corrido con la misma suerte. Son célebres varias de las equivocaciones cometidas al pasar del castellano a la lengua de Shakespeare expresiones coloquiales, modismos o palabras que probablemente solo existen en tierras del realismo mágico.
El gabólogo Conrado Zuluaga, quien ha navegado durante décadas por decenas de páginas del premio Nobel, se convirtió además en un cazador de gazapos macondianos. En la investigación realizada conjuntamente con Margert S. de Oliveira, descubrió disparates como estos: En ‘El otoño del patriarca’ el traductor convirtió la burundanga en una fruta, cuando en realidad es un alcaloide; un zambapalo –es decir una riña o una gresca- en una danza; y la marimonda –un tipo jocoso, mamador de gallo- oigan esto, en un homosexual. Esto en su versión en inglés.
Peores ‘embarradas’ se encuentran en las versiones alemana y francesa de la misma novela. Allí, el traductor tuvo la ligereza de convertir un ‘macaco’ (un mico, claro) en una ‘papagayo’; y de referirse a la ‘pava’, es decir a la mala suerte, como la hembra del pavo. Y la lista sigue.
Volviendo a ‘Cien años de soledad’, aunque la novela ya había sido traducida al francés y al italiano en 1968, a partir de la aparición de ‘One Hundred Years of Solitude’ en 1970 y su consiguiente resonancia internacional, muy pronto se empezaron a multiplicar sus traducciones a los idiomas considerados más importantes literariamente. Fue así como entre 1970 y 1973 aparecieron versiones en alemán, checo, danés, esloveno, húngaro, sueco, noruego, serbocroata, danés, portugués y japonés, entre otras.
Pasados unos años aparecerían también versiones al vietnamita, el bengalí, el ucranio, al javanés y un largo etcétera, hasta completar 38 traducciones a otros tantos idiomas. En 1992 llegaría al esperanto de la mano del periodista y filólogo español Fernando de Diego bajo el título ‘Cent jaroj da soleco’.
Y supuestamente, como una especie de vuelta al origen, se está realizando una traducción al idioma wayuunaiki, coordinada por el gestor cultural y compositor de música vallenata Félix Carrillo… Supuestamente, porque después de un lanzamiento con mucho bombo, gaita y acordeón en el que se anunció que se había conseguido que el propio García Márquez escribiera el prólogo y que a mediados de 2011 estaría lista la traducción, a cargo de un grupo de hablantes nativos integrantes de la comunidad wayú tanto colombianos como venezolanos, cuatro años después, el proyecto está suspendido, Carrillo no volvió a hablar de los recursos para pagar a los traductores, y aumentan las dudas de que el prólogo verdaderamente haya sido escrito por el Nobel.
Igualmente complicadas han resultado las traducciones al chino y al ruso, aunque por razones muy diferentes. En el primer caso, después de una decena de ediciones pirateadas, que infringían todos los derechos de autor, finalmente en mayo de 2011, y tras arduas negociaciones con Carmen Balcells, la agente de García Márquez, se publicó una nueva traducción al chino de ‘Cien años de soledad’, con una primera impresión de 300.000 ejemplares. Como dato curioso, su traductor Fan Ye —quien se convertiría en una celebridad en su país— tardó exactamente un año en traducir el libro, y al publicarse su extensión fue de 360 páginas, un número mágico entre ciertas culturas ancestrales chinas.
En el caso de la versión rusa, la traducción de Valeri Stolbov fue sometida a la censura del régimen soviético y varios episodios supuestamente eróticos fueron omitidos. Cuando en 1979, un periodista confrontó al traductor a propósito de las partes censuradas, este se defendió diciendo: “Sí, es cierto, no podemos dejar de lado en la obra de García Márquez el elemento erótico, algo profundamente humano. Pero quiero dejar en claro que no tuvimos un espíritu de censurar; si así hubiera sido, no habríamos publicado el libro, para empezar. Uno debe tener en consideración que la novela tuvo el tiraje más grande que se haya visto en la historia. En el solo mundo socialista tres millones y medio de copias representa algo del todo inconcebible’”.
García Márquez y sus traductores
La relación del Nobel colombiano con sus traductores siempre fue de enorme respeto y de escasa cercanía personal o epistolar. Según le contó al periodista Darío Arizmendi durante una muy extensa entrevista radial realizada a lo largo de dos días, el 30 y 31 de mayo de 1991, en un principio, cuando empezó a ser traducido a otros idiomas, estaba siempre muy pendiente a las traducciones que aparecían, revisaba las de los idiomas que le resultaban accesibles, como el francés, el italiano y el inglés, estaba atento a las preguntas de los traductores y hasta les sugería matices. Luego con el tiempo y la multiplicación de las traducciones, empezó a perder ese interés y dejaba simplemente que “los libros anden de su cuenta”. Eso sí, siempre siguió respondiendo sus dudas principales, una actividad de la cual sacó una conclusión muy particular:
“Prácticamente todos los traductores de los idiomas digamos occidentales siempre me mandan, inmediatamente que leen el libro, una lista de dudas que les aclaro. Y lo curioso es que generalmente esa lista de dudas siempre es la misma en los distintos idiomas. Las 17 primeras son siempre las mismas. Algunas no son dudas del significado de la palabra sino el matiz con que la he usado, porque son palabras que tienen distintas acepciones o que le he dado un uso metafórico”.
Con los idiomas de los cuales no tenía la más mínima noción, García Márquez no tenía más remedio que confiar en sus traductores y esperar que las versiones que llegaban a manos de un vietnamita, un bengalí o un ucraniano fuesen lo más fieles posibles al original, o al menos que las pérdidas no fueran excesivas. “¿Cómo sé yo cómo serán mis libros en árabe o en chino?”, comentaba en aquella misma entrevista. “Sobre todo que los chinos, según tengo entendido, no traducen línea por línea, es decir, no se hacen traducciones literales sino que ellos cogen el libro y lo reelaboran dentro de una estructura que es el modo de contar chino, que es completamente distinto de las estructuras de mis libros… De manera que me pregunto, ¿qué puede quedar de allí?”
Solo después de un providencial encuentro en París con un escritor japonés, García Márquez quedaría mucho más tranquilo de la posibilidad de verter acertadamente sus obras a lenguas para él completamente ignotas. Y es que aquel escritor, que había leído ‘Cien años de soledad’ en japonés, en una traducción hecha conjuntamente a partir de las versiones en inglés y francés, le habló de la novela durante dos horas largas con tal propiedad, con tanto detalle e introspección y con tanto entusiasmo, que Gabo quedó convencido de la enorme capacidad de su traductor o traductora al japonés. “Entonces ya me despreocupé de eso y me alegró mucho y estoy absolutamente seguro de que lo que mis lectores leen en los otros idiomas, es el libro que yo escribí”.
Su enorme respeto y admiración por el oficio de la traducción quedó plasmado con letras indelebles (al menos para los practicantes de ese oficio) en un artículo titulado: ‘Los pobres traductores buenos’, publicado en julio de 1982 en el diario madrileño El País. “Alguien ha dicho que traducir es la mejor manera de leer. Pienso también que es la más difícil, la más ingrata y la peor pagada”, empezaba diciendo el texto, para luego pasar a ensalzar a los grandes traductores de todos los tiempos y de todas las lenguas, cuyos aportes personales a cada obra traducida raramente son puestos de manifiesto, mientras que se tiende a magnificar los desaciertos o despistes.
Al final del artículo confesaba, además, que desde hacía mucho tiempo estaba traduciendo muy lentamente, gota a gota, los Cantos del poeta italiano Giaccomo Leopardi, pero que lo hacía a escondidas y con pleno conocimiento de que “no será ese el camino que nos lleve a la gloria ni a Leopardi ni a mí. Lo hago sólo como uno de esos pasatiempos de baños que los padres jesuitas llamaban placeres solitarios. Pero la sola tentativa me ha bastado para darme cuenta de qué difícil es, y qué abnegado, tratar de disputarles la sopa a los traductores profesionales”.
Juan Fernando Merino es escritor y traductor caleño, es autor de la novela ‘El intendente de Aldaz’. Miembro del Comité Editorial de GACETA.
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