Por María Antonia Cabeza Ávila
En el Día de la Lengua Rusa, comparto algunas de las experiencias que he tenido aprendiéndola y que, por diversos motivos, pareciera que nunca voy a olvidar.
Durante mi infancia, en Altagracia de Orituco, estado Guárico, mi ciudad natal, tuve contacto cercano con familias rusas que se instalaron allí a su llegada a Venezuela. Así que desde pequeña ya escuchaba el sonido de la lengua de Tolstói. Pero no fue sino en 1983 cuando me “sumergí” en ella. Ese año me uní a un grupo de becarios que se aventuró a estudiar una carrera universitaria en la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Uno de los aprendizajes lingüísticos que mejor recuerdo lo viví el mismo día de mi llegada a aquel país. Durante la cena en el comedor de la residencia, Oleg, un guía ruso con acento español que nos acompañó desde el aeropuerto, me preguntó si quería “compota” y me señaló un vaso de agua con trozos de fruta flotando. “¡Qué raras son las compotas aquí!”, pensé. Tomé un vaso y lo puse en mi bandeja. Al probarlo supe que no se trataba de la “compota” que comí por muchos años en Venezuela. La palabra tenía un sonido y forma parecida a la que ya conocía, pero no el mismo significado. Aprendí primero el concepto de “falsos cognados” o “falsos amigos” que su nombre técnico, el cual conocería más adelante, al iniciar la carrera de traducción.
Así comenzó mi viaje por el fascinante mundo de la lengua y la cultura rusa. Antes de abordar la carrera que fui a estudiar, debía cursar un año preparatorio en lengua rusa. Para este fin, fui asignada a la Universidad Lingüística Estatal, en la ciudad de Minsk, capital de la entonces República Socialista Soviética de Bielorrusia.
Al principio, no podía evitar hacer comparaciones con el español. Poco a poco, ya inmersa en las actividades de la vida diaria, casi sin darme cuenta fui adquiriendo el idioma. Ni puedo decir con exactitud el momento en que dejé de traducir del español o de hacer comparaciones.
Lo que sí recuerdo claramente son algunas de las estrategias que utilizaban mis profesores allá para ayudarnos a aprender el idioma, pues, además de lograr ese objetivo académico, estas actividades me dejaron poesía, música y literatura suficiente para disfrutar y compartir:
Memorizar un poema. Hasta hoy recuerdo el que le fue asignado a mi grupo de aquellos inicios: Yo la amé, de Aleksandr Serguéyevich Pushkin. Aquí les dejo una estrofa:
Yo la amé,
Y ese amor tal vez,
Está en mi alma todavía, quema mi pecho…
Я вас любил: любовь еще, быть может,
В душе моей угасла не совсем;
Aprenderse una canción. Una de mis favoritas es Kalinka Malinka de Iván Larionov, trata de bayas y frambuesas que crecen en los bosques y se cultivan en jardines. Una de sus estrofas dice:
Bayita de nieve, bayita de nieve,
¡bayita de nieve mía!
En el jardín está la frambuesita,
¡Frambuesita mía!
Калинка, калинка, калинка моя!
В саду ягода малинка, малинка моя!
Leer autores rusos. Confieso que el estilo y la riqueza expresiva de la obra de Nikolái Gógol, Antón Chéjov y Fiódor Dostoyevski dejaron una huella imborrable en mí.
Claramente, estas estrategias no son exclusivas del aprendizaje de ruso, y la mayoría de quienes aprenden cualquier lengua también podrán citar sus experiencias, poemas, canciones y autores de francés, alemán, italiano, portugués…
Pero hoy es el Día de la Lengua Rusa y esto se trata de promoverla y disfrutarla. Así que, si aún no has leído Almas muertas de Gógol, Las Tres Hermanas de Chejov o Los hermanos Karamázov de Dostoyevski, te invito a que empieces ya. No tendrías de qué arrepentirte.
Sin duda, haber aprendido la lengua rusa ha sido una experiencia maravillosa.
Imagen: Cottonbro Studio en Pexels
María Antonia Cabeza Ávila es traductora e intérprete de ruso-español e inglés-español egresada del Instituto de Lenguas Extranjeras “Maurice Thorez”, ahora Universidad Lingüística de Moscú.
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