Por Esteban Emilio Mosonyi S.
Este artículo fue publicado originalmente en el libro Identidad cultural y modernidad. Nuevos modelos de relaciones culturares, que recoge los textos de las ponencias de los especialistas participantes en el seminario homónimo organizado por la Federació Catalana d’Associacions i Clubs UNESCO en el marco de los 500 años del encuentro de los dos mundos y sostenido en Barcelona en noviembre de 1990.
Es evidente la estrecha relación que existe entre identidad cultural y lengua nativa; sin embargo, en el continente americano es muy reducido el espacio académico e intelectual que se le dedica al tema del idioma propio, hasta en situaciones tan específicas como las que atraviesan los pueblos amerindios. La atención consagrada al futuro de las lenguas indígenas en el contexto contemporáneo es aún mucho menor. Algún progreso ha habido en los últimos años, pero el panorama de conjunto no ha variado sustancialmente: sobre todo en lo que se refiere a políticas concretas de oficialización, planificación y revitalización de las lenguas oprimidas de América.
El presente trabajo no aspira a una descripción ni siquiera parcial de la realidad existente en este ámbito problemático. Ello se ha intentado múltiples veces y con éxito variable pero suficiente para que cualquier interesado en la materia obtuviese una información aceptable, sujeta a profundización y verificación. Dada además la mínima extensión de la presente ponencia, juzgo necesario trascender el marco de lo meramente expositivo, para pasar a la formulación de inquietudes, necesidades sentidas, previsiones futuras y, sobre todo, alternativas de acción para lograr objetivos importantes en un lapso previsible.
No me interesa ocultar el hilo conductor de mi pensamiento en relación a esta materia. Como lo expresé en otros trabajos, considero que todas las lenguas nativas de América ―sin importar el número de hablantes ni otras características individuales― forman parte insustituible del patrimonio lingüístico universal de la humanidad, y por ende de todo su patrimonio cultural. Por otra parte, el proceso autogestionario que protagonizan en grado creciente los pueblos autóctonos de América no sólo sería incompleto sino inimaginable, de no tomar en cuenta la revalorización cabal de la lengua originaria de cada etnia.
Sin embargo, interesa igualmente evitar un estilo declamatorio y ampuloso ―de puras declaraciones de principios― a la hora de referirnos a este tópico inmensamente delicado. Los discursos altisonantes son necesarios al principio, cuando se trata de infundir conciencia y motivar una nueva forma de actuar. Pero a la postre, la retórica se convierte en fastidiosa, y en ocasiones llega a ser una rémora que pervierte las mejores causas. Cuando un dirigente indio se dirige a un auditorio a través de un fogoso discurso que plantea el compromiso sagrado con la lengua materna, en el mejor de los casos estamos frente a un planteamiento voluntarista, a menos que exista el respaldo de un plan de trabajo y de una política coherente.
De otro modo las catarsis sempiternas terminan por justificar la inacción y la desidia, y sólo llevan a una falsa conciencia etnicista que se muere en sí misma. Nos duele insistir en esto, pero ¿cuántas veces no se ha visto a representantes indígenas que habitan grandes urbes, y cuyos descendientes ignoran la cultura original, arengar a un auditorio no indígena sobre los valores del pasado, la inmortalidad del legado ancestral y la inviolabilidad de la lengua materna?
Ya es hora de evitar esos extremos aunque procedan de una buena fe inobjetable en principio, para dedicarnos a la búsqueda real de soluciones viables y a la instrumentación de iniciativas conducentes a los fines que nos interesa alcanzar. Afortunadamente ya se dan suficientes asideros en las realidades nacionales que nos permitan obrar de acuerdo con nuestros principios y convicciones, sin faltar a nuestra ética profesional. Este punto es sumamente importante en vista de las lenguas oprimidas y minoritarias. Ya no es elegante que un profesional de la lingüística se jacte de ser partidario de su desaparición; pero se siente, al mismo tiempo, que las concepciones teórico-metodológicas de raíz positivista no dan pie para una actitud de franco compromiso con la suerte futura de este patrimonio.
En modo alguno abogamos por la idea errónea de instituir un monolingüismo indio ―es decir, uso exclusivo de alguna lengua indígena― en cualquiera de las comunidades o etnias hoy existentes. De vez en cuando resuenan voces aislacionistas y nostálgicas que proponen el descarte de los idiomas imperiales a manera de solución radical. Es imposible que prospere tal fórmula aun bajo la hipótesis negada de que todos los integrantes de una comunidad determinada la respaldan. El contacto de los indígenas con las sociedades envolventes es inevitable, ya que en fin de cuentas lo buscan ambos actores fundamentales del proceso, aun cuando de tiempo en tiempo expresen lo contrario.
En efecto, el único país que podría optar por una solución monolingüe en lengua indígena es el Paraguay, donde casi todos hablan guaraní ―que tienen carácter oficial junto con el español― y se da una minoría significativa que casi desconoce el castellano. Pero por múltiples razones, cualquier proyecto de esta naturaleza se caería inmediatamente por motivos económicos, políticos, educativos, institucionales e incluso sociolingüísticos. Todo el Estado paraguayo y sus sectores dominantes funcionan gracias al engranaje lingüístico del español, que suministra un marco ideológico adecuado y los parámetros comunicativos fundamentales para que el país continúe existiendo como tal y conserve una mínima continuidad consigo mismo.
En el caso del Perú, la oficialización del quechua significó un paso importante en el sentido de revalorizar el patrimonio prehispánico, pero todos están contentos de afirmar que dicha oficialización nunca pasó de ser un formalismo sin grandes consecuencias; y hoy menos que nunca se pueden esperar avances de mayor monta. Gran parte del pueblo peruano continúa hablando quechua, aimara y otras lenguas nativas, pero la subordinación de estos códigos al idioma dominante que es el español es perfectamente obvia.
La situación es análoga en Bolivia, Ecuador, Guatemala, México y otros países con alto porcentaje de usuarios de lenguas vernáculas autóctonas en algunos casos, ya que la proporción de hablantes nativos puede ser igual, mayor o al menos comparable al de los hispanohablantes monolingües. Pero en ninguna de estas realidades puede discernirse plurilingüismo equilibrado, ni el uso oficial e institucionalizado de las lenguas subordinadas, ni siquiera experiencias muy positivas y concretas de Educación Intercultural Bilingüe. Recuérdese que hasta los años 50, cuando menos, la ideología oficial de los distintos gobiernos republicanos consistía simplemente en erradicar las lenguas ―motejadas de vulgares у despreciables «dialectos» inferiores― a como diera lugar, en nombre de la civilización, de la unidad nacional, del desarrollo y progreso de estos pueblos.
En la actualidad se ha suavizado mucho el discurso oficial, hasta el extremo de hacerse no sólo tolerante en algunos países sino receptivo a la idea de asumir el patrimonio lingüístico precolombino. Esto podría dar margen tanto al desarrollo de políticas oficiales más cónsonas con este postulado como a la promoción de nuevas iniciativas particulares ―de los indios y sus aliados― en busca de una reafirmación lingüística autóctona. No podemos negar que existe alguna actividad concreta en este terreno, pero no la suficiente todavía como para modificar la situación de desplazamiento que se viene dando desde la Colonia.
Para matizar mi exposición tengo que referirme a un elemento que muchos tienden a soslayar debido a una visión demasiado simple y esquemática de las cosas. Si bien es cierto que la valoración dispensada a la lengua oficial es muy superior a la que se le asigna al «dialecto» indígena, también es verdad que en ocasiones el conocimiento de una o varias lenguas amerindias puede ser prestigioso y hasta útil. Sólo citaré algunos ejemplos muy sencillos. A veces al mestizo le conviene aprenderse bien un idioma indígena para vivir en una comunidad relativamente cerrada, formar allí su familia y, sobre todo, adueñarse de una porción de sus tierras. También hace mucha falta el dominio parcial de lenguas amerindias en zonas eminentemente interculturales, tanto para realizar transacciones comerciales y económicas en general como para participar activamente en la política regional. Hablar puro castellano en determinadas partes de Bolivia, Paraguay o Guatemala no da dividendos electorales ni de otra naturaleza.
Discurriendo en términos generales, la utilidad y prestigio de una lengua indígena crecen un tanto con el número de sus hablantes, su estatus socioeconómico, la magnitud y riqueza del territorio que ocupan, la voluntad política que despliegan frente a propios y extraños. Conservan igualmente cierta estima social las lenguas habladas por etnias muy reacias a dejarse dominar por un entorno occidentalizado, aunque cuenten con muy pocos integrantes. De todos modos, en la gran mayoría de los casos son las etnias muy pequeñas y en franco proceso de aculturación las que menos posibilidad tienen de conservar su idioma y su cultura, más allá de unas pocas generaciones subsiguientes al contacto generalizado con la población dominante. Un buen ejemplo es el de los pueblos arawak del Río Negro ―bare, baniva, warekena― quienes están a punto de perder su acervo lingüístico y cultural originario.
Es bueno introducir a estas alturas de la exposición unos elementos comparativos que juzgamos de importancia trascendental. El escenario en que se lleva a efecto la presente reunión es precisamente Cataluña, donde prevalece un problema lingüístico particularmente conocido a nivel mundial y de importancia vital para el pueblo catalán. Hay que señalar que en más de una ocasión he oído comentar por parte de catalanes, vascos e incluso bretones y galeses, que mucho de lo que yo afirmo sobre el colonialismo lingüístico que pesa sobre las etnias amerindias es igualmente válido ―o poco menos― para los pueblos minoritarios de Europa idiomáticamente diferenciados.
El investigador científico, llevado a veces por un prurito excesivo por cubrirse las espaldas ante cualquier amenaza de transgresión metodológica, tendería a negar automáticamente cualquier semejanza. Diría en seguida que se trata de realidades muy distintas que no admiten ningún cotejo, ya que responden a un conjunto de antecedentes históricos, socioeconómicos y culturales que no permiten ningún paragón con lo que ocurre con las lenguas amerindias. Esto es sólo parcialmente cierto, ya que sí es posible, inclusive necesario, buscar comunes denominadores entre todos los casos particulares donde actúe la opresión lingüística como factor primordial en el acontecer de un pueblo.
Al puntualizar esto creo proceder con conocimiento de causa, ya que mi posición ante los hechos antropológicos y lingüísticos ha sido siempre de vocación claramente diferencialista. Si defiendo las lenguas amerindias es precisamente por representar cada una de ellas una creación diferencial, una manifestación única del espíritu humano, una adquisición insustituible de nuestra especie en sus múltiples esfuerzos por expresarse a través del lenguaje. Si uno considera ―como efectivamente lo hacen algunos estructuralistas y generativistas extremos― que todas las lenguas obedecen a una sola estructura profunda y que esto es lo realmente pertinente y significativo, no se preocuparía demasiado si se perdiesen todos los idiomas del mundo menos uno que funcionaría como medio exclusivo de comunicación para toda la humanidad.
Esta forma de pensar la juzgamos no sólo falsa, inexacta y anticientífica, sino absolutamente dañina y negativa para los hombres y su patrimonio acumulado a través de los tiempos. Estamos muy conscientes de las pequeñas y grandes diferencias: no solamente de aquellas de naturaleza lingüística, sino también sociolingüística. Sabemos que los problemas respectivos de las lenguas oprimidas de Europa y América son bien distintos en múltiples aspectos de alto grado de relevancia.
Para nuestros fines inmediatos es válido destacar desde ahora algunas de estas diferencias, para pasar más adelante a las similitudes. Los pueblos minoritarios de Europa forman parte del mismo complejo cultural occidental, si se exceptúan parcialmente algunas etnias como los gitanos y los lapones o samis. No queremos involucrarnos en una disquisición sobre lo que en realidad es la cultura occidental. Pero presumimos que la semejanza sociocultural entre irlandeses e ingleses, frisones y holandeses, bretones y franceses, vascos y españoles de ancestro no euskera, es mucho más evidente y fácil de comprobar en la vida diaria que cualquier relación de analogía o continuidad que pudiera establecerse entre un indio yanomami de la selva amazónica y un venezolano de Caracas de la clase media; o un seri de la Baja California y un mexicano de la capital. Escogimos deliberadamente dos ejemplos extremos porque parecen ser los más oportunos para ilustrar nuestro punto de vista.
Aun en el caso de los indígenas más aculturados como los mayas de México y Guatemala, los mískitos de Honduras y Nicaragua, los guajiros de Colombia y Venezuela o los mapuches de Chile y Argentina, encontramos fuertes incongruencias de orden sociocultural e ideológico respecto del modelo superestructural dominante e impuesto a partir de todos los Estados americanos. Y no cabe la menor duda de que tal desencuentro se destaca muchísimo en materia de lenguaje.
Para dar un ejemplo preciso y de mucha incumbencia sociopolítica, es enormemente difícil planificar las lenguas amerindias en tal forma que puedan expresar idóneamente la especificidad del mundo contemporáneo: la institucionalidad nacional e internacional; el laberinto terminológico de la revolución científico-tecnológica; el lenguaje especializado del mundo académico, periodístico, burocrático, económico, y parémonos de contar. En modo alguno estimamos que una lengua como el euskera o el mismo gaélico irlandés o escocés no confronta problemas análogos de difícil solución que requieran una planificación y estandarización muy esmerada. Pero lo exigente de esta tarea en el caso de las lenguas americanas se pierde de vista, mientras que en Europa se sitúa dentro de límites manejables e incluso se han hecho grandes avances en todos los sentidos.
En lo referente, por ejemplo, al idioma catalán, las facilidades son hasta considerablemente mayores que en la generalidad de los idiomas europeos que se hallan en una situación política y sociolingüística algo semejante. La tradición cultural e ideológica de Cataluña se inscribe en las coordenadas y parámetros que engloban tanto a las poblaciones vecinas como al resto de Europa.
La tradición literaria catalana es muy antigua y equiparable a la de otras lenguas romances. La estandarización de la terminología científico-tecnológica ha seguido la misma vía evolutiva de cualquier idioma europeo. Por tratarse de una lengua neolatina puede acudir libremente a fuentes y préstamos de origen helénico, latino e inclusive francés o español, sin perder nada de su carácter de idioma independiente y autocontenido si procede con prudencia y cautela, con suficiente «seny» como dice el pueblo catalán.
Vamos a dar un ejemplo sencillo pero característico. Cualquier lector de habla catalana puede traducir en un santiamén los conceptos emitidos en este ensayo. Si yo digo «todos los pueblos del mundo tienen el derecho y el deber de conservar y desarrollar sus lenguas y culturas», la traducción sería obviamente «tots els pobles del món tenen el dret i el deure de conservar i desenvolupar llurs llengües i cultures». Es decir, puede producirse mecánicamente una traducción exacta o por los menos fiel a la original. Lo mismo cabe decir, con más o menos matices, de otras lenguas europeas, como el inglés, el francés, el alemán, el ruso, el finlandés o el húngaro, incluso el latín clásico.
Ahora bien, al pasar al ámbito de las lenguas amerindias hay un vuelco total en la situación planteada. En aras de la brevedad citaremos un solo ejemplo, tratando de consignar el equivalente aproximado de la frase anterior en la lengua guajira, hablada en la frontera colombo-venezolana: «anashaansü ma’in sümüin wayuuirua oulaka ali junayuuirua süpüshua’aya, anaajawaa eejee aa’inmawaa sünüiki sümaa sükua’ipala sümaiwa jatü» (2). En principio se logró concretar la tarea. Pero si intentamos retraducir esto literalmente al español obtendremos el resultado siguiente: «es muy bueno para todos los indios y criollos conservar y cuidar su lengua y su tradición ancestral».
Es fácil percatarse de los cambios conceptuales que han tenido lugar al hacer la traducción. Eliminamos toda referencia al deber y al derecho. Sustituimos el concepto de cultura por el de «tradiciones ancestrales». Se suprimió el sintagma «todos los pueblos del mundo» para remplazarlo por «indios y criollos». Habría podido intentarse una traducción mucho más literal, pero iba a sonar demasiado estirada, eventualmente risible o incomprensible. Sucede que la cultura guajira o wayuu no maneja estas categorías y mucho menos dispone de lexemas especializados para designarlas. Insistimos en que no se trata de pobreza cultural ni lingüística. La cultura wayuu es muy compleja y elaborada. Y en cuanto al idioma, el «wayuunaiki» posee un léxico proverbialmente rico y una gramática que todavía no se ha logrado descifrar adecuadamente.
Seguramente, con el correr del tiempo, el uso intercultural a que estará sometido este idioma junto a una planificación lingüística idónea, habrán de producir equivalencias más precisas en todos los ámbitos temáticos nuevos para la etnia. Mientras tanto habrá que enfrentar un proceso de transición muy duro y exigente en cuanto al trabajo colectivo de estandarización que aún nos toca realizar. Sea como fuere, la gran diversidad cultural y antropolingüística que observamos en el continente americano es un factor diferenciador de primer orden en comparación con realidades análogas del continente europeo.
Otro punto que por fuerza debemos enfocar consiste en que ni los catalanes, ni los irlandeses ―ni siquiera los vascos― están sujetos a una persecución etnogenocida parangonable a la que sufren los pueblos amazónicos, los mayas de Guatemala, los guaicurú del Paraguay, los mismos araucanos o mapuches de Chile. En todo caso, cualquier pueblo europeo cuenta con mecanismos de defensa seculares que se articulan plenamente con los instrumentos de dominación manejados por sus opresores; y participan también de unas reglas de juego generalizadas que dificultan la aplicación de medidas drásticas contra su supervivencia biológica y cultural. Las etnias amerindias, en cambio, sólo hace poco comenzaron a defender formalmente sus derechos específicos, y su grado de organización para lograr estas reivindicaciones es aún incipiente en numerosos casos. Lamentablemente, muchos pueblos indios no tienen garantizada todavía su pervivencia biológica para no hablar de la societaria.
Para rematar estas consideraciones sobre elementos distintivos que separan el cuadro lingüístico amerindio de aquel que se da en las minorías europeas, hay que nombrar todavía un factor de mucho peso que es el racismo declarado o difuso, que está muy lejos de desaparecer de los países latinoamericanos. En ninguna parte el desprecio que pesa sobre el indio es puramente cultural; siempre se le suma un componente racial, aunque el mismo sea biológicamente muy contradictorio con el concepto científico de raza o variedad humana. Trataremos de explicarnos.
Muchos de nuestros países están tan mestizados, que genéticamente sería imposible decidir la cuota de componentes «autóctonos» que se encuentra en tal o cual sector poblacional. Hay criollos muy aindiados, así como indios de ojos azules o de pelo ensortijado. Particularmente, en Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala y México, el factor genético aborigen pesa muchísimo en todos los estratos poblacionales, con la posible excepción de las capas superiores de la burguesía, «blancas» al menos por autodefinición. Tampoco son raros los casos límites como el de los garífunas o caribes negros de la costa atlántica centroamericana, fenotípicamente de raza negra pero hablantes de una lengua arawak en lo esencial. Sea como sea, la ideología más generalizada sigue considerando que tanto los indios como los demás no-blancos son inferiores por naturaleza.
Pasemos ahora a considerar las importantes similitudes que unen las diversísimas realidades de opresión lingüística. El hecho mismo de la aparente minusvalía de una lengua frente a otra tiende a crear un marco social análogo en todos los casos posibles. Es de público dominio que hace poco les ponían en Francia «orejas de burro» a los escolares que hablaban bretón; que el fascismo español reprimía físicamente el uso de la lengua vasca y catalana; que muchos ingleses se reían y se burlaban al oír hablar el galés; que en la Rumanía actual han asesinado a miembros de la minoría húngara por utilizar su lengua. Todos estos ejemplos ―y otros incontables que cualquiera podría añadir― nos llevan al mismo terreno de la represión lingüística que se da en América Latina, la cual se manifiesta en forma similar cuando no idéntica: internados laicos o religiosos donde se pretende erradicar la lengua materna; prohibición expresa o tácita de hablar en «lengua» en sitios públicos; inhibición del habla propia para no hacer el ridículo; imposibilidad de emplearla en ocasiones formales, aunque sean muy rutinarias.
Otro punto que destaca la analogía es la dificultad de acceder a la educación escolarizada a través de una lengua minoritaria. Incluso cuando la educación primaria la utiliza profusamente, esto raras veces ocurre en la educación media y superior. Todo ello se agrava con la actitud de muchísimos padres y representantes, quienes rechazan todo intento educativo en lengua vernácula creyendo que la inmersión en la lengua mayoritaria puede poner fin a la discriminación social, cultural y económica que los agobia. Este último fenómeno tan universal lo sufren en alto grado los hispanos radicados en Estados Unidos.
Otro lazo de unión entre el drama lingüístico americano y el de otros continentes es el encuadre rural y tradicional de muchas hablas minoritarias frente al carácter urbano y modernizante de los idiomas dominantes. Es rara la lengua oprimida que logre echar raíces en el ambiente frenético de la urbe, y que alcance alguna simbiosis con las manifestaciones extremas de la modernidad; particularmente, en medio de la juventud que canta música rock en inglés, se interesa por pasatiempos, diversiones y modas trasnacionales, y lleva un estilo de vida de rebuscada uniformidad continental.
Podríamos agregar más consideraciones. Pero conviene conformarnos por ahora con la idea de que nuestros conocimientos sociolingüísticos actuales dejan entrever que el fenómeno del desplazamiento lingüístico, la resistencia de las lenguas dominadas, los intentos de su revitalización y oficialización por parte de grupos de vanguardia y de sus usuarios en general, responden a una problemática universal del hombre contemporáneo, más allá de sus obvias diferencias cuantitativas y cualitativas.
En el fondo es muy positivo que esto suceda así. Si en cada caso concreto se tratara de un problema enteramente individual, intransferible, desligado incluso de lo más similar en apariencia, no habría mayor razón para exigir un sentimiento de solidaridad mutua y compartida ante todo tipo de violación de los derechos lingüísticos. Los elementos comunes son precisamente aquellos que nos permiten situar el fenómeno en una dimensión humana universal y accesible a toda persona medianamente sensible ante tales hechos.
Me atrevo incluso a lanzar la afirmación de que las diferencias tan obvias que se dan entre las lenguas o las culturas se hacen tan visibles y llamativas por razón de los múltiples elementos y configuraciones que todas ellas tienen en común. De otra manera no habría diferencia sino heterogeneidad pura y simple: es decir, incomunicación, extrañeza, tal vez indiferencia recíproca. Y la indiferencia puede ser hasta más dañina a largo plazo que la enemistad o la antipatía.
De este modo, no resulta exagerado decir que cualquier situación de opresión lingüística es un problema de toda la humanidad en un sentido general, y del conjunto terráqueo de los pueblos lingüísticamente discriminados, en particular. Hay que agregar que en la actualidad el peligro de homogeneización lingüística parece mayor que en cualquier otra época anterior.
Muchos sabemos, no obstante, que este último aserto es solamente una verdad a medias. Es cierto que el predominio del inglés a nivel mundial coloca a la defensiva idiomas tan fuertes y consolidados como el ruso o el francés, para no mencionar los demás. También está claro que entre los límites de cada país ―salvando algunos casos especiales― el idioma oficial ejerce una presión política y económica sin precedentes sobre las lenguas de las minorías. Obsérvese tan sólo el caso del África donde un puñado de idiomas colonizadores ha tomado la delantera sobre un millar de lenguas autóctonas, aun ateniéndose a cálculos conservadores. El orden comunicativo mundial favorece inmensamente los poquísimos idiomas privilegiados, en vista de las innumerables emisiones radiofónicas y televisivas que se irradian a través de los mismos.
Debemos recordar, de todas maneras, que las minorías lingüísticas y culturales nunca han sido tan conscientes de sus derechos colectivos y perspectivas de supervivencia como lo son hoy en día, aun en medio de todas las limitaciones habidas y por haber.
El renacer de las etnias ―por ejemplo, en la Unión Soviética― es una de las realidades más resaltantes en este terreno. El multilingüismo triunfante en España constituye un hito insoslayable. A pesar de todos los inconvenientes ya citados o aludidos, también las lenguas amerindias están en proceso de desmarginalización.
Es muy importante este orden de ideas antes de finalizar el presente ensayo. Decía al principio que mi intención no era desahogarme o hacer catarsis en vista de la impotencia frente a lo inevitable. Sé que existen muchas tareas por realizar y algunas de ellas se están cumpliendo. En mi concepto el éxito de la empresa global se fundamenta en la adecuada combinación y articulación de tres niveles esenciales: el local, el nacional y el internacional.
El momento de consolidación de cada acción o iniciativa debe ubicarse en el nivel local, en la pequeña comunidad, región o etnia. Si la gente protagónica de un proceso de recuperación lingüística no se interesa ni se anima a trabajar, es muy poco lo que puede lograr un equipo de pioneros o un grupo de vanguardia. El nivel nacional tampoco puede ser subestimado, ya que las políticas lingüísticas y educativas y las acciones de mayor envergadura en favor o en desmedro de las minorías culturales se deciden desde arriba y en forma muy centralizada, sobre todo en las Repúblicas latinoamericanas. No es únicamente el Estado el ente facultado para realizar una planificación lingüística que dure. En cuanto a los organismos internacionales y a la opinión mundial, su papel es muy significativo en la elaboración de lineamientos, intercambios de experiencias y afianzamiento de una solidaridad cada vez más universal.
Es un reto demasiado grande optimizar todos los factores, habida cuenta de la diversidad de los países americanos y de sus coyunturas particulares. El presente momento histórico, tan signado por el neoliberalismo y el peso de la deuda externa, complica aún más un estado de cosas ya de suyo nada fácil de enfrentar. El reto parece además diluido entre un sin número de actores posibles: comunidades indígenas, dirigentes y educadores de cada etnia, profesionales de la lingüística y de la antropología, políticos y administradores de todos los niveles e instancias posibles, incluso la propia humanidad tomada en sentido genérico.
Para eludir esa dispersión de responsabilidades, quisiera referirme a mi propia experiencia reciente que aún permanece en una etapa de plena maduración. Hace pocos años logré convencer al entonces Director del Instituto Indigenista Interamericano, Dr. Arze Quintanilla, de la urgencia del problema lingüístico indoamericano y de la necesidad de que esa institución internacional tomase cartas en el asunto. A raíz de nuestras pláticas y aprovechando un ambiente intelectual que aupaba tal iniciativa, fue convocada oficialmente y por vez primera una reunión diseñada a explorar las posibilidades de revitalizar estos idiomas que se encuentran entre los más oprimidos del planeta. Concretamente la reunión tuvo lugar en la ciudad de Pátzcuaro, Edo. de Michoacán, México, el 22 de julio de 1987.
En esa reunión se abordaron los tópicos más diversos para escudriñar todas las caras del fenómeno. Se hizo hincapié en lo específico del lenguaje, más allá de los problemas socioculturales y económicos que a veces lo arropan subrepticiamente. Sería ilógico desligar lo lingüístico de toda realidad en que se halla inmerso, pero conocemos igualmente las limitaciones de una totalidad indivisa que impide el análisis de componentes individuales.
Otro tema álgido fue el retroceso aparentemente irreversible en que han entrado algunas lenguas americanas, ya con muy pocos hablantes y todos ellos ancianos. Mientras la economía de esfuerzos aconseja en estos casos aceptar la fatalidad histórica sin intentar nada, lo cierto es que tales lenguas muy pequeñas poseen igual valor intrínseco y patrimonial que todas las demás. De hecho, no es tan fácil desahuciarlas. Además, es sabido que las lenguas poseen más defensas y se extinguen con más lentitud de lo que la mayoría de la gente se imagina. También hay que considerar que de no poder lograrse una revitalización completa puede pensarse en una incompleta, consistente en el uso más o menos ritualizado de algunos textos particularmente imbuidos de contenido cultural. En las deliberaciones que sostuvimos se concluyó que siempre se puede hacer algo o por lo menos tomar la iniciativa. En consecuencia, desechamos por reaccionario e inhumano el concepto de «muerte lingüística» (language death), tan caro a ciertos etnolingüistas norteamericanos.
De cualquier modo, la necesidad de revitalización lingüística es tan sólo un caso límite: entra en el área mucho más abarcante de una planificación lingüística especial para lograr la descolonización de esta clase de lenguas. Al hablar de planificación lingüística es útil distinguir entre planificación externa ―aplicabilidad educativa e institucional de una lengua, uso de los medios de comunicación, oficialización regional y nacional― y planificación interna ―perfeccionamiento del alfabeto y de la escritura, elaboración de gramáticas didácticas, generación de una literatura escrita, creación de metalenguajes para campos culturales no tradicionales―. Si no se procede a lo largo de ambas líneas de trabajo, los resultados serán siempre pobres e incompletos.
En este mismo coloquio de Pátzcuaro se fijaron prioridades y lineamientos que se encuentran recogidos en la revista América Indígena No 3 y No 4. Se establecieron parámetros de colaboración interamericana e internacional y se creó el «Comité para la Defensa de las Lenguas Indígenas de América Latina y el Caribe», auspiciado por la UNESCO.
En esa ocasión fui nombrado Coordinador General de dicho organismo, y sigo ejerciendo ese cargo hasta la fecha. La inexistencia de una base logística y la falta absoluta de financiamiento han retrasado la ejecución formal de planes concretos. Es de esperar que tal situación sea superada a corto plazo, en beneficio de nuestros objetivos, con el apoyo de las instituciones y personalidades capaces de involucrarse en algo tan dramático y urgente como es el patrimonio lingüístico de la humanidad.
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