A mis profesores de italiano: Stefania, Giovanna, Michelle, Rosanna, Pina, Ana Maria, Lia, Francesca…
Hace poco me di cuenta de cuánto tiempo ha pasado desde mi graduación. ¡35 años! ¡Es que aún lo repito y me parece increíble! Igual asombro me causó algo que descubrí poco después: todavía me acuerdo de la gran mayoría de los nombres de los profesores que me dieron clases en la universidad.
Hice una lista, y sí, allí está la mayoría (¡hagan su lista!). A los que eran excelentes profesionales y nos ofrecían generosamente todos sus conocimientos (¿ya pensaron en alguno? ¡Claro! Yo tuve el privilegio de tener a Tom Anthony y Georges Bastin entre mis profesores). Y a los que eran tan buenos profesores y me enseñaban tanto que no dejaba de asistir a ninguna de sus clases, muy a pesar de que una y otra vez golpeaban mi autoestima o la de mis compañeros (temblaba del susto al pensar en las clases de Jorge Gaspar o Rosario de León, pero ¿faltar a una de sus clases? ¡Nunca!).
También recuerdo a los que me traumatizaron y deberían estar pagándome un psicólogo con su jubilación (porque hoy ya todos están jubilados) y a los que parecían apostar a que nunca llegaría al lugar en que me encuentro en mi profesión.
Recuerdo incluso a los suplentes: una vez vi en una reunión de traductores una cara que me parecía familiar, pero no lograba ubicarla; luego, al oír su nombre, me acordé de que había sustituido a unos de mis profesores durante unos meses.
En cambio, de los profesores del bachillerato solo recuerdo a unos pocos. La monja que me dio Castellano en primer año. El gordo de Inglés, que entró hablando inglés para impresionar a las niñitas de primer año. El de Matemáticas de tercero, que nos ponía a leer poesía; y el de cuarto, que nos raspó a casi todos. El de Biología de cuarto y quinto, que nos intimidaba con sus conocimientos, pero fue el padrino de nuestra promoción y se le aguaron los ojos en la entrega de títulos… No, a más nadie.
¿Será que en la universidad me tomaba las cosas más en serio o que los recuerdos están más cercanos? Probablemente ambos factores influyen. Pero creo que lo fundamental es que sigo siendo traductora, me encanta la traducción y —a diferencia de los profesores de bachillerato— quienes me dieron clases en la universidad moldearon lo que he hecho con mi vida durante estos años. Así que cuando leo algo en inglés me acuerdo del tono con que lo leía Mark Gregson o Adriana Bolívar; cuando veo una película italiana recuerdo el énfasis que hacía Michelle Castelli en nuestra pronunciación; cuando leo a algún autor latinoamericano me digo: «Con este me rasparon Castellano II» o «ese sí que me dio lata en Castellano III»; a veces cuando leo algo sobre cooperación o desarrollo, recuerdo que las primeras nociones sobre el tema me las dio Mirna Yonis; y así…
Quizás ellos crean que es un trabajo ingrato y mal pagado eso de dar clases en la universidad a un grupo de estudiantes que invierte toda su energía en pasar materias, a toda costa y como sea, los mismos que 10 o 20 años después no podrán recitar de memoria todas las regiones de Italia y sus capitales. Pero rápida conclusión: los profesores de la universidad nos marcan la vida, para bien o para mal, si ejercemos la carrera. En los últimos 35 años he trabajado durante ocho horas diarias (¡y a veces más!) en algo que he aprendido gracias al rumbo que marcaron esos profesores. Así que simplemente, gracias, profes. No perdieron su tiempo.
Las opiniones expresadas en esta publicación son responsabilidad exclusiva de sus autores(as) y no representan necesariamente las opiniones de Conalti. Se prohíbe la reproducción o copia total o parcial de esta publicación sin la autorización previa y por escrito de sus autores(as).
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.